EL FILO DE LA LITERATURA
Ahora, en este siglo XXI, la literatura se ha visto forzada a sobrevivir al impacto tecnológico. No es que la creación literaria padezca una crisis de identidad –o quizás sí–, pero, ya sea de un modo indirecto a través de las narrativas del yo o apostando directamente por escrituras globalistas, la literatura ha tenido que alzar la voz para que no se la tome sólo como un apéndice de los nuevos flujos comunicativos.
En su cometido esencial de comentar el mundo, la expresión literaria tuvo que enfrentar en el siglo XX la competencia del cine. Y lo hizo interiorizando su mirada para descubrir, en un apasionante viaje interior al ser humano, que las formas de expresión social y artística comenzaban dentro, en las raíces psicológicas de nuestras emociones y pensamientos. Además, también tuvo que absorber el horror de las convulsiones bélicas, así como las promesas de eficiencia de la nueva organización social y política del mundo. Ya en la segunda mitad del siglo XX, la literatura mantuvo una singular conexión con los nuevos discursos de la intelectualidad, descollando en ocasiones por encima de sus formas académicas o sucumbiendo en otras. Ahora, en este siglo XXI, la literatura se ha visto forzada a sobrevivir al impacto tecnológico. No es que la creación literaria padezca una crisis de identidad –o quizás sí–, pero, ya sea de un modo indirecto a través de las narrativas del yo o apostando directamente por escrituras globalistas, la literatura ha tenido que alzar la voz para que no se la tome sólo como un apéndice de los nuevos flujos comunicativos. Es cierto que en la actualidad se lee más que nunca, pero lo leído no responde a los viejos cánones de la excelencia, la sensibilidad y la autoconsciencia. A través de las pantallas, el ser humano se satura de mensajes, informaciones, ruinas lingüísticas, manipulaciones, anuncios y fragmentos de literatura pésimamente tecleados, mientras los libros aguardan una pausa entre tanta prisa lectora para ofrecernos sabias dosis de reflexión, pausa y belleza. ¿El resultado de este vaivén? La respuesta no es otra que una literatura que en una parte se simbiotiza con los relativismos actuales, pero que en otra intenta hacer llegar, a quien desee atenderla, las formas complejas, donde las palabras se hibridan con el contenido, y donde se pretende resistir a los propósitos comerciales o ideológicos de un mundo construido a impulsos. Para la literatura permanece vigente el espíritu del pasado: esa infatigable misión de encontrar lo más adecuada y vibrantemente los nuevos modos (no evidentes) de fijar las formas que nos configuran. Es este caso –el actual panorama posthumanista–, la literatura sobrevive, y bien que lo hace, en medio del frenesí comunicativo, de la ambivalencia tecnológica, de la tiranía económica, de los avisos del desastre ecológico, del nuevo mapa de la emotividad sexual y social, haciendo valer su vieja promesa de que no todo está contado, y de que aún queda una palabra más por ser fijada en el río del tiempo.